LOS ENEMIGOS DEL HOMBRE: MUNDO, DEMONIO Y CARNE.


     La vida del católico es una milicia, una guerra constante hasta que muere. No hay nunca cabida para la inacción o el derrotismo. Por el contrario, su lucha debe ser viril hasta el último día.


     Debe vencerse primero a sí mismo. Esa lucha se inicia contra su propia CARNE. Debe dominar su propio aguijón. Sin lucha interior y sin vida y crecimiento espiritual, cualquier batalla exterior será pobre.”Revestíos de la armadura de Dios para que podáis sosteneros ante las asechanzas del diablo”, clama San Pablo (Ef. VI,11). Nuestra lucha no es sólo contra nosotros mismos, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos. Por ello la Iglesia considera al MALIGNO como el segundo enemigo del alma. Esa batalla se prolonga contra el MUNDO que busca imponer sus máximas en contra de Dios. Ese mundo que no debe absorbernos y contra el cual debemos combatir vigorosamente hasta el final para no ser contaminados. El católico batalla con la espada de la fe, pero sabe que ésta sin las buenas obras está muerta. Para ello debe primero conocer bien esa fe y saber cómo defenderla. Un miliciano debe ser prudente, pero no según la carne, pues no debe saber de temores y cobardías. Dios da a cada quien un frente desde el cual combatir. Por eso el cristiano debe conocer cuál es su entorno, sus capacidades y por dónde debe luchar por Cristo. Su batallar debe reflejar su amor a Dios, a su verdadera Iglesia y al prójimo, al que busca salvar. Sabe que va contracorriente, contra los dictados del mundo y de los enemigos de Dios. Ello no lo achica sino, por el contrario, es timbre de gloria, pues los borregos nunca han aportado nada. Prefiere ser del puñado de hombres que a fuerza de tener el coraje de ser inactuales, tienen la capacidad de ayudar a salvar a una época. El cristiano debe ser soldado de tiempo completo. No hay tiempo para la remembranza de batallas pasadas, como hacen los generales retirados. La lucha no termina sino hasta que alcancemos la bienaventuranza eterna. No hay tiempo para descansos ni para armisticios con el error y el pecado. Ni niño, ni joven, ni adulto, ni viejo, ni enfermo, puede detenerse. Su lucha puede adecuarse a su momento y circunstancia, pero nunca termina.

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